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Una conversación con Alejandra Pizarnik





A estas alturas de nuestro viaje, ya sabemos que Los trabajos nocturnos es un mosaico de búsquedas: del yo, del significado de la vida propia en el esquema más grande de las cosas. Del sentido de las palabras, de las imágenes, de la muerte. Y que su recorrido se hace de la mano de una guía amable, pero implacable en su mirada lúcida y sincera. En esta parada del camino, y en un ejercicio de invocación, siento a Alejandra Pizarnik frente a nuestra querida Amalia Jamilis.

 

Ojalá hubieran sido amigas. Es tan fácil imaginarlas de verdad hablando.

 

Quizá oiríamos a Alejandra decir:

 

Aquí vivimos con una mano en la garganta. Que nada es posible ya lo sabían lo que inventaban lluvias y tejían palabras con el tormento de la ausencia. Por eso en sus plegarias había un sonido de manos enamoradas de la niebla («29»).

 

Porque qué duro es encontrar un sitio cuando no se encaja. Cuando el espíritu, las ganas, los sueños, son demasiados y hay que trabajar y vender el tiempo aun sabiendo que no hay tiempo.

 

Y Amalia le contestaría que así se habría sentido Julio. Julio, que en «Acuario» conmueve a su madre (y a nosotros) con una ternura exacerbada que no tiene cabida en el mundo. ¿Cómo habría dicho en voz alta su desesperanza? Puede que con un dolor como el que late bajo la «Mendiga voz» de la poeta:

 

En mi mirada lo he perdido todo.

Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay.

 

Pero este sería solo el comienzo. Porque ambas descubrirían entonces los jardines y las noches donde habitan sus criaturas y que son, sobre todo, espacios de revelaciones, lugares de soledad en los que la realidad se muestra desnuda:

 

Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los huesos te dolían…Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos («Extracción de la piedra de la locura»).

 

Las estatuas rotas como esa metáfora del fracaso, de la frustración última, seguro llevarían a Amalia a leerle el final de «Casa en que vivimos», cuando Cilento recuerda que:


Las esculturas se duplicaban, deformadas, contra el cielorraso…Predominaba una visión de catástrofe, de tormenta marina, cuando comenzamos con la primera de las esculturas…Solo puedo decir que no nos demandó el menor esfuerzo acabar con todo aquello, esos amplios cuerpos ingrávidos.

 

¿Y qué pasa con lo que queda después, perdida ya la inocencia, ahogados los peces, los templos derruidos? Puede que entonces nuestras escritoras se cogieran de las manos y pensaran en los supervivientes, a los que no les queda otra que el espanto de descubrirse ante un espejo que devuelve una sombra, una distorsión de lo que alguna vez quisieron ser:


…mi experiencia ante los espejos me había convencido que el monstruo asimétrico, devorado por el vacío, era yo mismo («Los parques cerrados»).

 

Y Alejandra le respondería:

 

más allá de cualquier zona prohibida

hay un espejo para nuestra triste transparencia («37»).

 

Sé que al final, sin embargo, estarían de acuerdo en que no todo está perdido. Quedan algunos refugios, podrían decir.

 

Queda la memoria, reducto en el que habita la belleza:


…pero Tina solo mirará el gran vacío ante sí. El calor será intenso en la quinta y aun bajo la pérgola del jardín y el sol, filtrándose entre los nogales, hará arder la piel bronceada de Bona, su propia piel, desnuda entre los nogales («Las plagas»).

 

Quedan la infancia, y los niños como guardianes de sueños y esperanzas. Libres, aunque solo sea un rato:



Y nunca hubo nadie tan libre como Rogelio, tan audazmente desprejuiciado, aun de los prejuicios naturales que suelen ensombrecer la infancia («Casa en que vivimos»).

 

Y queda, a veces, la mirada compasiva del otro, que puede construir y dar sentido y sostener cuando el viento es demasiado fuerte:

 

Cuando me miras

mis ojos son llaves,

el muro tiene secretos,

mi temor palabras, poemas.

Sólo tú haces de mi memoria

una viajera fascinada,

un fuego incesante («Quien alumbra»).

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