El protagonista de «Último baile» es un niño que crece en la Argentina de Jamilis, esa Argentina al borde del colapso, aterrorizada por una dictadura y con escasez para las personas como su familia. Y aun así, esta familia ha hecho el esfuerzo de llevarlo a una tienda a comprarle un violín que marcará el resto de su vida cuando él ni siquiera es dueño de su cuerpo, mucho menos lo es de sus sueños.
Este niño cruza la calle abrazándose a un violín sin importar el motivo por el que lo hace. No importa que aún no sepa tocarlo, el niño ya está sentenciado al arte. Y su autora sabe perfectamente que es una sentencia contemporánea, anacrónica: es un patrón condenado a repetirse. De nuevo, Jamilis llama la atención sobre un tipo de infancia que se pierde, en ocasiones, solo con un gesto que puede parecer inocente. No el acto de regalarle un violín al niño, sino el de esperar que con ello se convierta en algo que él no ha decidido aún si quiere o no ser.
«Usté tiene que salirme genio por lo menos con el chiche este».
Este cuento profundiza no solo en la Buenos Aires más bohemia, si no que va más allá. ¿Qué hay tras esas noches de excesos, tras esos antros con aires de cabaret y tras la inconsciencia en la que los conciertos sumen al protagonista? ¿Qué arrastró a ese pequeño futuro genio de la música a la desesperación por no sentir nada que lo vinculase con su vida previa? «Último baile» nos expone sin piedad y en primera persona la impotencia que supone lidiar con unas expectativas impuestas en la infancia, nos habla de romper unos sueños que nos hicieron creer que eran nuestros y de encontrar un límite que no sabíamos que teníamos porque el arte, medido en pos de unas expectativas, siempre juzga y siempre asfixia.
La formación de nuestro protagonista comienza cuando el conservatorio se convierte en el núcleo de su vida, donde están su maestro, su mejor amigo y su sueño. Aprenden más sobre la vida que sobre cómo tocar el violín, pero aprenden a fin de cuentas y esto le convierte en parte de algo. Así, empieza a dedicarse a eso que trunca cada aspecto de su vida y su identidad. Porque es lo que tiene que ser. Porque sus padres le han dicho que va a ser un genio y se ha estado preparando para ello desde niño. Y él sigue creciendo y sigue tocando y sigue creyendo.
Toca para sus vecinos y toca en el metro, porque no hay artista sin un público al que ofrecerse, así como tampoco tiene una identidad si a su alrededor no lo reconocen como lo que se ha consagrado a ser.
«No hay nada que se parezca más al fracaso que ese negar una cosa que uno no ve, como un trozo de música».
El protagonista se convierte en ese artista al que todos conocen pero al que nadie reconoce, porque para algo es arista y el arte es altruista con todos menos consigo mismo. Sin embargo, cuando se da cuenta de que tal vez esa no es la vida que él eligió, sino que es la vida que alguien eligió para él, ya es tarde. El niño se ha convertido en adulto, el violín en un trozo de madera y la música en un yugo.
«Debió ser por entonces que comprendí que no servía. Estoy seguro que fue para esa época que comprendí que no servía para la música ni para nada. Que solo podía ejecutar en el violín y nunca más allá de lo mediocre».
Ya se ha aburrido de fingir que esa vida era para él porque, cuando a tu alrededor hay gente que disfruta de verdad de lo que hace, seguir mintiéndose a uno mismo es más doloroso de lo que parece.
«Mirándolos interpretar en aquellos camarines, me parecía estar lejos de ellos, separado por una ausencia de pasión que dolía, como si yo fuera un comerciante en telas y no supiera diferenciar una fusa de una corchea. Y mi incapacidad se volvía enfermiza».
El relato de este joven violinista, no tan prodigioso como le hicieron esperar de sí mismo que lo sería, termina en la camilla de un hospital, sentenciado a preguntarse hasta el último momento si realmente sería capaz de superar ese hastío al que lo condenaron de niño si tan solo levantase el violín una vez más. Nunca lo sabrá y probablemente nunca sería capaz de hacer que cambiase la situación si saliera de esa camilla. Pero hemos dedicado esta entrada a este cuento y a su protagonista como una suerte de agradecimiento a Jamilis por darle voz no solo a los genios, sino también a los que se quedaron en el camino. Porque ellos también tienen derecho a ser los protagonistas de su propia historia y, una vez más, las palabras de esta autora y artista en sí misma demuestran su capacidad para despertar sensibilidades décadas después.
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